Juana Musumeci / 4 minutos / Impacto Social
El 4 de enero del 2019 emprendí un largo camino de tres días, tres aviones y siete horas en auto al norte de Uganda, África, donde iba a trabajar tres meses en una ONG involucrada en la enseñanza de ciertas comunidades de Fort Portal.

De paso, frenamos en un pueblito para comprar algunas provisiones. De repente sentí la mirada de todo el mundo presente sobre nosotros, “¿Habremos pinchado una goma?” pensaba ilusamente pero no, no estaban mirando el auto como un objeto volador porque hubiésemos tenido un problema técnico sino que por el alíen que lo habitaba. Ese alíen era yo. Jugar de local en un lugar donde la barrera del color de la piel te limita la cancha, te posiciona diferente.
Recibí historias que inspiran
Fort Portal es una ciudad que pertenece al Reino de los Tooro, en Uganda y aunque su idioma oficial es el Swahili y el Inglés, cada uno de los reinos tiene su propio dialecto. Pueden imaginarse que la tarea de comunicarse no era para nada sencilla.

El primer mes y medio, mi rutina fue muy tranquila, me levantaba temprano, iba a la organización, pensaba clases de apoyo para los chicos y un taller por semana para las madres, volvía a la casa donde me hospedaba, almorzaba y volvía a la organización a dar mis clases. Era increíble ir conociendo a las familias, entre más nos adentrábamos, más rural era la zona y las carencias peores. Cada día era como viajar en el tiempo, las cocinas estaban afuera de las casas, todo se cocinaba a carbón, se cepillaban los dientes con cenizas y su baño era un cubo de plástico que llenaban con agua.
Llegar a cada casa era un momento único, no hablaban inglés y el ru tooro (su dialecto) con el correr de los días dejó de ser un idioma extraño y pasó a ser música para mis oídos, no entendía sus palabras pero aprendí a leer gestos. Las más alejadas eran un desafío enorme para mi porque los más chicos le tenían miedo a los muzungus (gente blanca), me veían y lloraban porque nunca habían visto a alguien de tez blanca. Con mucha paciencia me acercaba, siempre tenía conmigo crayones y un cuaderno, y los invitaba a jugar, así me ganaba mi pequeño espacio.

Cuando empecé a organizar las clases de inglés me asignaron el grupo de los “conflictivos y repetidores”: Charles, Asia y Shaban. Lo que menos tenía mi grupo era ser conflictivo, eran chicos muy dispersos pero muy inteligentes, fuimos conociéndonos de a poco, buscando qué era lo que le gustaba a cada uno y así descubrimos que Shaban es un gran artista, Asia ama modelar y Charles es un apasionado del baile y de la matemática. Dentro de las comunidades, fui teniendo mi pequeño espacio y familia.
Al mes y medio, llovió y todo cambió. Fue un día normal, como cualquier otro, hasta que el cielo se llenó de nubes muy oscuras y la temperatura bajó impresionantemente; los chicos no tienen zapatillas, ni ropa interior.
No podíamos dejarlo así, había una necesidad (había muchas) que se nos presentó y no podíamos hacer ojos ciegos. Se lo comenté a Aldi, otra voluntaria argentina que había ido el mismo tiempo que yo hacer un voluntariado en el orfanato de Fort, y nos pusimos a pensar. Estábamos de acuerdo en una cosa: teníamos que pensar a largo plazo, de nada servía comprar cosas que tendrían un uso corto.

Después de horas interminables en las líneas de espera de los bancos, logramos habilitar mi tarjeta para recibir plata. El resultado fue sorprendente, 350 personas de Argentina, España, Estados Unidos y Brasil confiaron en nuestro proyecto y aportaron. Estábamos a un mes de irnos con mucha plata, más de la que necesitábamos para la ropa, corriendo contra reloj. Decidimos sentarnos con las directoras e invitarlas a pensar/soñar sobre cuáles eran las necesidades a largo plazo que necesitaban cubrir. Llegamos a un acuerdo y entonces llegaba el tramo final de nuestra carrera.
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Para mí Fort Portal, fue mucho más que una experiencia de vida, dejó de ser un lugar donde iba hacer un voluntariado para convertirse en lo que hoy llamo casa. Cuando uno emprende este tipo de viajes, sabe que no va a cambiar el mundo porque los voluntarios estamos de paso, atajamos penales y cuando se cumplen los noventa minutos, el partido se termina. Pero son los mejores noventa minutos del mundo, poder romper las barreras, mirarse y aprender el uno del otro es una de las sensaciones más mágicas que me tocó vivir, y espero que todos en algún momento de su vida puedan experimentar lo mismo.
No es necesario viajar 10.610 km para vivirlo, solo necesitamos tener los ojos abiertos y mirar a nuestro costado porque en lo más ordinario podemos encontrar lo extraordinario, solo hay que tener predisposición y ganas de generar momentos únicos.